Grecia no había olvidado las dos invasiones persas producidas bajo los reinos de Dario en 490, y de Xerxés diez años más tarde. El siglo que acababa de terminar había modificado el equilibrio entre las diferentes tendencias. Filipo II, rey de Macedonia, se había impuesto a las demás provincias; los instrumentos de guerra para sitiar y la eficacia de la Falange garantizaban la superioridad del ejército macedonio, las minas de oro del monte Pangée aseguraban el financiamiento de las operaciones militares. En 337 se decidió combatir a Persia. Pero ese año Filipo II fue asesinado y los confederados se rebelaron contra su hijo Alejandro: ¿Cómo hubieran podido aceptar plegarse a la autoridad de un joven príncipe que acababa de cumplir sus veinte años? La respuesta fue inmediata: el “joven” demostró a las viejas ciudades de Atenas, Tebas y del Peloponeso de lo que era capaz.
Fue en el 334 cuando Alejandro, hijo de Filipo II rey de Macedonia, pasó los Dardanelos (334) con un ejército de 30.000 hombres de infantería y 5.000 de caballería y se encontró con los sátrapas de Asia Menor coaligados para impedirle el paso. La victoria quedó en sus manos. Aplastó de nuevo al ejército de Darío III Codomán en Issos, se apoderó de Tiro al cabo de un sitio de siete meses y llegó hasta Egipto donde se hizo reconocer como el legítimo heredero de los Faraones e hijo del dios Zeus-Amón. Durante el camino, había dejado a uno de sus generales, Parmenión, encargado de ocupar Palestina; únicamente Samaria, residencia del sátrapa gobernador de la provincia, opuso una verdadera resistencia.
Siempre en persecución de Darío, el conquistador atravesó las llanuras del Éufrates y del Tigris. Entró victorioso en Babilonia, ascendió las pendientes de la meseta iraní… Su cabalgata iba a conducirlo a las fuentes del Indo. Cansados de tantas campañas, los hombres de Alejandro lo obligaron a retornar a las llanuras de Mesopotamia. Mientras comenzaba a organizar ese imperio y trataba de realizar la simbiosis de macedonios y persas, la fiebre lo derribó en Babilonia: era el 323, y el príncipe no había todavía celebrado su trigésimo tercer cumpleaños.
A penas muerto Alejandro, sus amigos de infancia y compañeros de armas se repartieron el imperio y comenzaron a desgarrarse entre sí. Cuando al final se restableció la paz, tres dinastías se repartían el antiguo imperio de Alejandro: los Antigónidas se quedaron con Macedonia, los Seléucidas se encontraban al frente de un imperio que iba desde el Asia Menor a la Mesopotamia; Egipto, Palestina y Fenicia formaban el reino de los Lágidas.
La comunidad de Jerusalén dependía pues de la autoridad egipcia. Se entiende entonces que la colonia judía de Alejandría, primitivamente formada por judíos que habían huido de la invasión caldea, haya aumentado con numerosos elementos nuevos atraídos por la prosperidad económica de una ciudad promovida al rango de capital real. Muchos de esos judíos habían perdido el uso del hebreo y habían adoptado la lengua de Alejandro que se había impuesto poco a poco después del paso del conquistador. Por esos días se comenzó a traducir al griego el texto de la Ley, y luego otros textos del Antiguo Testamento. El resultado de ese trabajo considerable realizado por los escribas alejandrinos pasó a la posteridad con el nombre de la traducción de los Setenta. Esa versión en la lengua corriente de aquel tiempo ponía en evidencia una nueva realidad: los judíos de la Diáspora se abrían a la cultura helenística y adquirían cada vez más peso en el judaísmo.
Por ese entonces, en Siria, Antíoco III inauguraba una política agresiva después de haberse aliado con Filipo V de Macedonia. Los países amenazados pidieron el apoyo de Roma y fueron inmediatamente atendidos. Tito Quinctio llevó a cabo una expedición contra Filipo V y lo venció en Cinoscéfalos (197). Los seléucidas no habían sido tocados directamente: Antíoco III se había permitido aún quitarles Palestina a los Lágidas (o Tolomeos) en el 198. Al comienzo, el nuevo amo se mostró tolerante con la comunidad judía y le concedió incluso algunos privilegios.
La tregua que les concedió Roma a los seléucidas fue de corta duración; dos derrotas sucesivas, en las Termópilas en 191 y en Magnesio al año siguiente, obligaron a Antíoco III a firmar la humillante paz de Apameo. Le fueron quitadas sus posesiones de Asia Menor y entregadas a Rodas y Pérgamo, aliados de Roma. Roma entraba pues en el Medio Oriente; luego de haber reducido el poderío seléucida, iba a organizar en su beneficio toda el Asia Menor.
Antíoco III murió dejando el trono a su hijo, Seleuco IV Filopator. El nuevo rey reinó una docena de años al cabo de los cuales fue asesinado. Su hermano Antíoco se hizo entronizar bajo el nombre de Antíoco IV Epífanes. A las divisiones internas se agregaba la presencia cada vez más pesada de Roma: por el tratado de Apamea, los seléucidas habían perdido la parte occidental de su imperio, y si bien se habían anexado Palestina, tenían que tomar en cuenta a Egipto, al que apoyaban los romanos.
En 168 Antíoco se dirigió hacia Egipto y triunfó sin problemas de Tolomeo VI Filometor. Pero inmediatamente un emisario del Senado romano le dio un ultimátum: tenía que abandonar Egipto. Como Antíoco volvía a sus tierras y le faltaba el dinero para pagar sus tropas, recurrió a un método conocido: como todos los templos poseían un tesoro, metió sus manos en el del templo de Jerusalén. La cólera de los judíos no tardó en manifestarse. Antíoco respondió con una violenta persecución contra todos los que seguían apegados a la Ley: profanó el Lugar Santo, prohibió el culto israelita, sustituyéndolo por el de Zeus Olimpo, y despachó a sus soldados a los campos para imponer sus decretos. Fue entonces cuando se formó un grupo de resistencia en torno al sacerdote Matatías y pronto la rebelión tomó el aspecto de una guerra de independencia.
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