Éxodo es la salida de Egipto, que en la Biblia es la gran hazaña de Dios: la salida del país de la esclavitud en camino hacia la tierra prometida. Dios libera a su pueblo «con gran poder, mano fuerte y brazo extendido», abriéndole un camino en el mar.
El Éxodo es como el corazón del Antiguo Testamento y le da su significado específico al presentar a Dios liberando a los hombres. Este libro ha dado a la religión judía, y después también a la fe cristiana, esa primera orientación que las hizo diferentes de todas las demás. Dios no viene principalmente para exigir que se le respete o para trazar caminos espirituales, sino para escoger, preparar y guiar a un pueblo a través del cual actuará en el corazón de la historia humana.
Los Evangelios primero y los cristianos después reconocerán en Jesús al nuevo Moisés de una nueva partida, y buscarán en este libro las figuras de todo lo que se vive en la Iglesia. ¿El paso del mar? Es el bautismo. ¿La roca de la que mana la fuente? Es Cristo. Y la alianza del Sinaí prepara la Nueva Alianza.
Pero no por eso debemos olvidar el punto de partida. El Éxodo es ante todo la liberación de los esclavos y la elección del pueblo de Israel. Es una liberación auténtica que alcanza a toda la realidad humana, individual y social: Dios libera a los que quiere tomar para sí, y la libertad cristiana estará muy lejos de lo que la cultura occidental entiende con esta palabra.
Los relatos del Éxodo abundan en hermosas historias que quedan muy lejos de lo que habríamos contemplado si hubiéramos estado allí presentes. Ante las escenas grandiosas que en él se pintan, nos gustaría saber qué puede decir realmente la historia al respecto.
Todo se enmarca alrededor del año 1240 antes de Cristo, unos cinco siglos después de Abrahán. En el siglo XV antes de Cristo los egipcios habían sido derrotados por invasores venidos de Canaán, pues habían permitido que gran cantidad de nómadas del desierto entraran y se establecieran en el país (ver la historia de José). Al restablecer los egipcios sus propios reyes, esos nómadas son tratados con muy poca consideración y muchos de ellos tienen que huir para evitar impuestos o trabajos forzados. Unos son expulsados (como en Éx 12,31), otros se fugan aprovechando la noche (como en 12,38).
En este contexto se desarrollan los acontecimientos del Éxodo. Uno de estos grupos, perseguido por un destacamento de carros egipcios, es protegido por una intervención extraordinaria de Dios: los israelitas vieron a los egipcios muertos a la orilla del mar (14,30). Un profeta, Moisés, guía de estos fugitivos, interpretó para ellos el acontecimiento: Yavé, único Dios, los había escogido para que fueran su pueblo. Moisés y los suyos permanecieron bastante tiempo en los oasis del Sinaí, y allí Moisés les dio la Ley de Yavé.
Esta historia está en el Éxodo, pero el Éxodo narra también muchas cosas más que no son historia en el sentido moderno de la palabra. Este libro no es la obra de un autor sino más bien el resultado de una larga evolución, y en él se juntan formas muy diversas de entender la historia, propias de aquellos tiempos.
Se encuentra por ejemplo esa clase de historia de la que se habla en el cap. 35 del Génesis y transmitida oralmente en los diversos clanes de nómadas. Así fueron reunidos en una misma familia Moisés, su suegro Jetró, Aarón «hermano de Moisés» y Miriam «la profetisa, hermana de Aarón», y que no eran más que la expresión de los lazos que unían a Moisés con jefes o profetas de otros clanes. Asimismo, se ha identificado el Monte Sinaí con el Monte Horeb y el «Monte de Dios», que probablemente eran lugares sagrados diversos cuyas tradiciones se confundieron.
Muy diferente fue el propósito de los sacerdotes judíos, quienes dieron a este libro su forma definitiva en tiempos del exilio a Babilonia. Al desarrollar las tradiciones antiguas no pretendieron narrar la historia de lo que había sucedido, sino más bien hacer presente la visión que el pueblo de Israel debía mantener de su pasado. De este modo trataban de enseñar a sus contemporáneos cómo ellos mismos tenían que seguir siendo el pueblo de Dios y el fermento de la historia. A esos sacerdotes judíos se debe la presentación de los israelitas como un pueblo inmenso ya formado y organizado que sale armado de Egipto para dirigirse a conquistar la Tierra prometida, que tiene un Santuario incluso en el desierto, con sacerdotes y talleres en los que se fundirá el becerro de oro. Ese pueblo inmenso marcha como un solo hombre, es alimentado con el maná durante cuarenta años, y recibe leyes que tan sólo serán observadas algunos siglos más tarde.
Estamos pues confrontados con dos historias: la científica y la que ha formado la conciencia de Israel y del pueblo cristiano. La primera reconoce que allí Dios ha entrado en la Historia; su acción ha sido muy discreta y en esto descubrimos su pedagogía: Dios es muy paciente. La otra nos enseña quiénes somos y solamente la entenderán bien quienes han acogido a Cristo.
Con todo sería un error oponer la una a la otra, como si todo el relato del Éxodo fuera puro cuento. Bastará leer algunas páginas para entender que no habrían sido escritas y no habrían tenido peso alguno en la conciencia de un pueblo si no fueran verdaderos testimonios. Son el testimonio de quienes estuvieron con Moisés y que sin lugar a duda hicieron experiencias excepcionales. Son el testimonio de quienes las escribieron a lo largo de los siglos, ya fueran sacerdotes o profetas, y que también tuvieron una profunda experiencia del Dios Vivo, el libertador de Israel, y a consecuencia de ella nos transmitieron el fuego del Sinaí.