El libro de los Proverbios es, junto con el de Qohelet, el testimonio más característico de la “sabiduría” hebrea. Es uno de los que mejor encarna un espíritu opuesto o complementario al que inspiró los libros de los profetas o de los sacerdotes. Puede causar admiración o indiferencia; pero ha gozado siempre de una popularidad excepcional tanto en el mundo monástico como en el pueblo cristiano más sencillo. Los Proverbios no son extraños a la literatura profética; en Jeremías especialmente, pero también en Isaías y Amós, muchos pasajes son del mismo tenor: véase Jer 17,1-18. Los Salmos, a su vez, se alimentan tanto de la corriente profética como de la tradición de los sabios. No obstante, uno se siente aquí en otro mundo y la oposición de esas dos corrientes nos ayuda a captar mejor aspectos esenciales de la Biblia. En primer lugar hay que recordar que la cultura hebrea era esencialmente oral, y así fue hasta la época del Evangelio, aun cuando fueran incontables los documentos escritos. Para nosotros lo oral es algo frágil y deformable; decir que la tradición se transmitió oralmente antes de la redacción de lo escrito, es como poner en duda su veracidad. No pasaba lo mismo en la cultura hebrea en la que las formas de la poesía, de la declamación, o de la memorización permitían fiarse de lo oral. En tales condiciones, si bien el estudio de los proverbios de la Biblia pone de manifiesto puntos de contacto con tal o cual escrito de sabiduría de los pueblos vecinos, especialmente de Egipto, no llega sin embargo a lo esencial. La base de los proverbios es una sabiduría popular en la que desaparecen los autores. Sirac lo recalca: “El hombre instruido entiende una palabra sabia, la aprecia y le agrega otra” (Si 21, 15). El pueblo tiene su propia experiencia de Dios y de la vida, que no es la de los sacerdotes ni la de los profetas. Aquí no hay necesidad de ellos, y aun cuando se crea en su inspiración, se ve la vida y la relación con Dios sin depender siempre de la alianza de Dios y sus oráculos. Estamos en un mundo laico en el que se sabe que la piedad no basta, que la estupidez es una gran miseria, que en la vida hay que saber defenderse, que el hombre es reconocido por sus cualidades humanas, y que la nobleza del alma vale más que todos los discursos. No hay que extrañarse, pues, si los libros de sabiduría de la Biblia coinciden a menudo con la sabiduría de otros pueblos de todos los tiempos y parece que no se elevan mucho, religiosamente hablando. Esto no impide que expresen las certidumbres fundamentales de la fe judía y cristiana: el hombre es responsable de sus actos; la experiencia es la que nos lleva a la verdad y es la piedra de toque de lo que afirman los sabios; Dios ha ordenado el mundo y se revela en la creación; nuestra sabiduría tiene límites y más allá de su dominio sólo podemos confiar en la justicia y en la providencia de Dios.