2 Dios mío, Dios mío, ¿por qué me abandonaste? ¡Las palabras que lanzo no me salvan!
3 Mi Dios, de día llamo y no me atiendes, de noche, mas no encuentro mi reposo.
4 Tú, sin embargo, estás en el Santuario, de allí sube hasta ti la alabanza de Israel.
5 En ti nuestros padres esperaron, esperaban y tú los liberabas.
6 A ti clamaban y quedaban libres, su espera puesta en ti no fue fallida.
7 Mas yo soy un gusano y ya no un hombre; los hombres de mí tienen vergüenza y el pueblo me desprecia.
8 Todos los que me ven, de mí se burlan, hacen muecas y mueven la cabeza:
9 «¡Confía en el Señor, pues que lo libre, que lo salve si le tiene aprecio!»
10 Me has sacado del vientre de mi madre, me has confiado a sus pechos maternales.
11 Me entregaron a ti apenas nacido; tú eres mi Dios desde el seno materno.
12 No te alejes de mí, que la angustia está cerca, y no hay nadie que pueda ayudarme.
13 Me rodean novillos numerosos y me cercan los toros de Basán.
14 Amenazándome abren sus hocicos como leones que desgarran y rugen.
15 Yo soy como el arroyo que se escurre; todos mis huesos se han descoyuntado; mi corazón se ha vuelto como cera, dentro mis entrañas se derriten.
16 Mi garganta está seca como teja, y al paladar mi lengua está pegada: ya están para echarme a la sepultura.
17 Como perros de presa me rodean, me acorrala una banda de malvados. Han lastimado mis manos y mis pies.
18 Con tanto mirarme y observarme pudieron contar todos mis huesos.
19 Reparten entre sí mis vestiduras y mi túnica la tiran a la suerte.
20 Pero tú, Señor, no te quedes lejos; ¡fuerza mía, corre a socorrerme!
21 Libra tú de la espada mi alma, de las garras del can salva mi vida.
22 Sálvame de la boca del león, y de los cuernos del toro lo poco que soy.
23 Yo hablaré de tu Nombre a mis hermanos, te alabaré también en la asamblea.
24 Alaben al Señor sus servidores, todo el linaje de Jacob lo aclame, toda la raza de Israel lo tema; 25 porque no ha despreciado ni ha desdeñado al pobre en su miseria, no le ha vuelto la cara y a sus invocaciones le hizo caso.
26 Para ti mi alabanza en la asamblea, mis votos cumpliré ante su vista.
27 Los pobres comerán hasta saciarse, alabarán a Dios los que lo buscan: ¡vivan sus corazones para siempre!
28 De Dios se acordará toda la tierra y a él se volverá; todos los pueblos, razas y naciones ante él se postrarán.
29 ¡Rey es Dios, Señor de las naciones! Todo mortal honor le rendirá, 30 se agacharán al verlo los que al sepulcro van.
Para Dios será sólo mi existencia.
31 Lo servirán mis hijos, hablarán del Señor a los que vengan, 32 al pueblo que va a nacer: Que es justo, les dirán. Tal es su obra.
Desde los comienzos, la tradición cristiana ha aplicado este salmo a Jesús mismo. De hecho, su lectura nos recuerda varios detalles de la pasión de Jesús. Los toros, el león, los perros, designan a sus enemigos; la comparación con el gusano conviene a la humillación de los azotes y a la infamia de la cruz; el reparto de sus ropas también se realizó exactamente como está dicho.
Jesús se aplicó a sí mismo este salmo al lanzar en la cruz el gran grito: Dios mío, ¿por qué me has abandonado? El mismo Jesús, el propio Hijo de Dios, tuvo el sentimiento de llamar en vano a su Padre.
Pero, en medio de estas tinieblas, hay en él una certeza que no puede vacilar. Sabe que, a pesar de su silencio, el Padre está siempre con él, y toda la segunda parte del salmo es un canto de confianza que se levanta y amplifica hasta transformarse en clamor de triunfo; el crucificado del Viernes Santo, se cambia en el Señor de la gloria, y su imperio será universal. Jesús había dicho: «Cuando esté levantado sobre la tierra atraeré a mí todas las cosas».
La vida cristiana es un paso de la muerte a la vida. Lo maravilloso es que por medio de Jesús siempre podemos sacar el bien del mal, la felicidad del sufrimiento y de la muerte misma.
22,26 Cunpliré mis votos: se trata de los sacrificios de acción de gracias.
22,27 Alude al banquete que Dios ha preparado para sus elegidos: Is 25,6; Luc 22,30.