1 Hazme justicia, oh Dios,
y defiende mi causa
del hombre sin piedad;
de la gente tramposa y depravada
líbrame, tú, Señor.
2 Si tú eres el Dios de mi refugio:
¿por qué me desamparas?
¿por qué tengo que andar tan afligido
bajo la presión del enemigo?
3 Envíame tu luz y tu verdad:
que ellas sean mi guía
y a tu santa montaña me conduzcan,
al lugar donde habitas.
4 Al altar de Dios me acercaré,
al Dios de mi alegría;
jubiloso con arpa cantaré
al Señor, mi Dios.
5 ¿Qué tienes alma mía, qué te abate,
por qué gimes en mí?
Confía en Dios, que aún le cantaré
a mi Dios salvador.
El autor del presente salmo recuerda con nostalgia el templo de Jerusalén y el esplendor de las liturgias de otros tiempos. Se encuentra en otras tierras en que su cultura, su fe, su familia y sus relaciones ya no significan nada. «¿Dónde está tu Dios?» le dice la gente, y él mismo se pregunta: «¿Quién ahora soy yo?»
Los llamados fervientes a Dios y los gritos de esperanza golpean todo el salmo como un estribillo repetido tres veces.
¿Quién de nosotros no se reconoce a sí mismo en este salmo? Los progresos humanos, por magníficos y benéficos que sean, engendran nuevos males y, además, agudizan nuestros deseos. Quisiéramos tenerlo todo, y de inmediato, porque nos urge la certeza de la muerte al término del camino. ¿Cómo volver a encontrar esos momentos en que probamos las alegrías verdaderas?