1 El Señor reina, tiemblan los pueblos; monta en querubines, la tierra se estremece.
2 En Sión el Señor es muy grande, exaltado por encima de todos los pueblos.
3 Que celebran tu nombre grande y terrible: «¡El es Santo!»
4 Rey poderoso, amante de la justicia, tú has establecido la rectitud, tú ejerces en Jacob el derecho y la sentencia justa.
5 Ensalcen al Señor, nuestro Dios, póstrense ante la tarima de sus pies: ¡El es Santo!
6 Moisés y Aarón eran sus sacerdotes, Samuel también invocaba su nombre: invocaban al Señor y él les respondía.
7 De la columna de nube les hablaba, guardaban sus órdenes, las leyes que les dio.
8 Oh Señor, nuestro Dios, tú les respondías, tú eras para ellos un Dios tolerante, pero no les dejabas pasar nada.
9 Ensalcen al Señor, nuestro Dios, póstrense ante su santo monte: ¡Santo es el Señor nuestro Dios!
¡El es Santo! Esta exclamación se repite tres veces en el salmo. Recordemos la visión de Isaías (cap. 6 ) para encontrar el sentido de la palabra «santo». Significa, según se dijo, que Dios es totalmente diferente, distinto de lo que no es él: El es el «otro». Esto es verdad. Pero habría que agregarle lo que nos sugiere la palabra «alta tensión»: un poder misterioso que echa a perder todos nuestros mecanismos, que magnetiza todo a su alrededor, que hace saltar chispas de los cuerpos que parecían inertes, que fulmina al que se acerca (2 Sam 6,7). Esta santidad soberana va unida a una bondad que nos enmudece, a un amor que hace desaparecer nuestras resistencias y torpezas. Ella no será obstáculo para que Dios se dé totalmente a nosotros en el matrimonio definitivo. El verdadero temor de Dios, la fascinación que su misterio ejerce sobre nosotros (lo viviremos por una eternidad) nada tiene que ver con el miedo o la desconfianza. El aspecto terrible de la muerte —necesaria para volver a El— nos ayuda a calcular la distancia que de El nos separa.