Las cartas de S. Pablo
Desde un principio las Iglesias se preocuparon por conservar las cartas que recibían de los apóstoles, pues veían en ellas los testimonios auténticos de la fe. Por la misma razón adoptaron rápidamente la costumbre de intercambiar las cartas que recibían.
Nuestras “cartas de Pablo” representan tan sólo una parte de su correspondencia. Las Iglesias que él siguió más de cerca, como las de Corinto, Filipos y Tesalónica, ciertamente recibieron otras cartas y mensajes. Al transmitirlas a las demás Iglesias no vacilaron en insertar en tal o cual carta de Pablo textos que habían recibido en otras oportunidades; tales mensajes podían referirse a problemas más personales que no interesarían, pero entre ellos había párrafos precisos que habría sido una pena perderlos.
Esto permite resolver muchas dificultades que podrían surgir con respecto a estas cartas. En primer lugar el carácter compuesto de la Segunda carta a los Corintios y de la carta a los Filipenses. Luego el aspecto artificial de la Segunda carta a los Tesalonicenses, de la cual sólo una parte reproduce párrafos sacados de los mensajes de Pablo. No resulta imposible que en la Primera carta a los Corintios se hayan insertado páginas de Pablo extrañas a esta carta, y también parece probable que el capítulo 15 de la carta a los Romanos haya sido escrito no para los cristianos de Roma sino para los de Éfeso, a quienes había sido enviada una copia que difundieron en las otras Iglesias de Oriente.
En la primera colección las cartas estaban ordenadas en orden decreciente según su longitud: primero las cuatro “grandes” cartas a los Romanos, a los Corintios, y a los Gálatas, después las “cartas de la cautividad”, y al final, las cartas a los Tesalonicenses. Más tarde se les agregaron las cartas a Timoteo y a Tito y la hermosa carta a los Hebreos, escrita probablemente al alero de Pablo, pero cuyo autor se desconoce.
Pablo se consideraba como “el Apóstol de las naciones”, viendo que esa era su vocación personal al lado de Pedro, a quien Dios había dado el encargo de evangelizar al mundo judío, no sólo en Palestina sino en todo el imperio romano, allí donde estuvieran establecidos. Pablo había recibido esa misión del mismo Jesús con ocasión de su conversión (Hech 22,21; Gál 2,7), y era tan fundamental en el proyecto divino de la misión y extensión de la Iglesia, que no terminó con su muerte. El espíritu de Pablo, una de las grandes manifestaciones del espíritu de Jesús, está siempre actuando en todos los tiempos a través de sus cartas.
Jesús se había presentado como el Salvador, y en primer lugar quería salvar al pueblo judío. Al hablar del reino de Dios les abría nuevos horizontes, sin ignorar sus aspiraciones colectivas. Pero cuando empezó la misión entre los griegos, ajenos al deseo de liberación de los judíos, fue necesario mostrarles que el Evangelio respondía también a sus aspiraciones.
El imperio romano había reducido prácticamente a nada las ambiciones de naciones pequeñas y grandes al absorberlas, dejando un vacío donde crecerían las preocupaciones religiosas. Esa gente se interesaba por todo lo que afectaba a la persona y buscaba entre una balumba de doctrinas y de religiones un medio para escapar al destino. Por eso había que hablarles de Cristo como del que resuelve nuestros conflictos y da nueva vida.
En la carta a los Romanos Pablo quiere responder a las preocupaciones de los griegos pero sin descuidar a los judíos, muy numerosos en esa comunidad. Para los judíos creyentes resultaba muy difícil resituarse ante Dios después de que la mayoría de su pueblo rechazara la fe cristiana.
La justificación de Dios y la salvación de la humanidad
La carta a los Romanos es en gran parte una exposición sobre la vocación cristiana. No sólo nos parecerá difícil sino que lo es. Encontramos en ella discusiones y una utilización de los textos bíblicos que desconciertan, porque Pablo argumenta como había aprendido en las escuelas de los rabinos. Pero conviene recordar que Pablo no vertebra un sistema doctrinal, una teología, sino que recurre constantemente a su propia experiencia. El encuentro con Jesús resucitado, la conversión que lo puso al servicio del Evangelio, y posteriormente la amplia experiencia de su vida de apóstol, son las bases de su visión de la fe.
Pablo va a hablar de la salvación de Dios,, que es la salvación de la raza humana, como un todo, y que se juega en el corazón de las personas. Todo dependerá de la respuesta personal a la llamada de Dios. ¿Sabremos confiar en él?
Pablo está marcado por su propia historia y presenta el encuentro con la fe como una conversión más o menos dramática. El hombre es esclavo del pecado (convendrá ver lo que Pablo entiende con esto) y quisiera liberarse de él, pero le falta la clave para comprenderse a sí mismo: ha sido creado para compartir la vida de Dios, y hasta que no lo consiga, experimentará una rebelión consciente o inconsciente contra Dios. ¿Habrá que volverse hacia la religión? Con eso se ganaría muy poco, dice Pablo con una insistencia que sorprenderá a muchos; pues mientras se piense encontrar la superación en las prácticas religiosas, se dará la espalda a la única fuerza que puede liberarle: el amor misericordioso de Dios. Pero Dios tiende la mano y enseña a amar. Jesús viene al encuentro y es crucificado y así Dios manifiesta su amor y perdón. Sólo espera respuesta de un acto de fe, una fe que libera de un solo golpe.
Para explicar esta transformación que la fe obra en el hombre, Pablo utiliza una palabra que tendrremos que explicar: la justificación.
Esta salvación es la que anunciaba toda la Biblia, pero desconcierta a todos los que, en la religión judía, se habían quedado con las prácticas, que pertenecen a una época de la historia humana a la que ha puesto fin la muerte de Jesús. El bautismo hace entrar en un mundo misterioso, que no es otro que el Cristo resucitado: ahora ya estamos «en Cristo» y vivimos de su Espíritu. El don del Espíritu abre una nueva era en la que quienes se han hecho hijos o hijas de Dios tendrán que inventarlo todo según las leyes del amor.
Pablo se detiene sobre el problema del pueblo judío: ¿qué pensar de toda la historia de Israel, al que Dios prometió un salvador, y que cuando viene no lo reconoce? Pablo explicará que esa tragedia se inscribe dentro de un plan más amplio, según el cual Dios salva a todos, permitiendo que todos los pueblos hayan pasado por un tiempo de desobediencia a Dios.
Pablo envió esta carta el año 57 ó 58, probablemente desde Corinto. Hasta entonces se había dirigido a comunidades que conocía y cuyas dificultades no ignoraba. Esta vez no; al final de su exposición hablará de manera muy general de la vida cristiana, y sobre todo de cómo aceptarse mutuamente entre personas de orígenes muy diversos. Porque en Roma, como en cualquier otra parte, no fue tan sencillo reunir en una misma comunidad a judíos y paganos convertidos. Pablo les recomienda lo que ni siquiera nosotros logramos practicar hoy: que acepten sus diferencias.
Sería imposible hablar de la carta a los Romanos sin decir algo sobre la importancia que ha tenido y sigue teniendo en las iglesias protestantes.
Se sabe que Lutero maduró la Reforma partiendo de esta epístola. No se equivocaba advirtiendo en ella la condenación de una Iglesia instalada en el mundo, en la que la fe se había degradado a menudo en prácticas ajenas a la fe que salva. La cristiandad de la Edad Media era un pueblo parecido al de Israel. Eran cristianos de nacimiento y así permanecían; eran creyentes, pero como en cualquier otra cultura pensaban salvarse mediante los ritos religiosos y las prácticas de las buenas obras que merecen el cielo.
Era por tanto muy importante recordar que la fe es el alma de toda conversión, y que esta conversión es la respuesta a una llamada gratuita de Dios. En esta carta no se trata de otra cosa que de Cristo Salvador, y esto era suficiente para devaluar todo el sistema religioso imperante, aplastado por sus tradiciones y devociones. Se hablaba de fe, y apenas se oía predicar sobre ninguna otra cosa fuera de la moral, o más bien de las categorías de la moral. Se hablaba de la Palabra de Dios dirigida a todos los hombres, y tan sólo se contentaban con confiar en los hombres de Iglesia. Era, pues, una crítica radical de la Iglesia que había acabado mirándose a sí misma en lugar de volverse hacia Dios, y cuyo sistema político, doctrinal o represivo ocultaba el horizonte.
Esta carta se basa en la experiencia de Pablo como judío y como fariseo, y después como apóstol llamado directamente por Cristo. Pero Lutero y sus contemporáneos leían esta carta a partir de sus problemas, o mejor dicho, de sus angustias.
Eran los representantes de una cristiandad terminal, obsesionada por la perspectiva del pecado y de la condenación eterna. Todo lo que Pablo dice sobre la predestinación del pueblo judío lo veían como un problema de predestinación personal al cielo o al infierno. Pablo habla de Dios que nos justifica —palabra que entonces tenía un sentido muy poco preciso— para enseñar que Dios restablece en nosotros un orden auténtico; comprenden que, si nosotros creemos, Dios nos considerará justos aunque nada cambie en nosotros. Las grandes perspectivas de una humanidad angustiada por el pecado y la gracia, incapaz de liberarse a sí misma, se reducirán a un problema personal: ¿soy yo realmente libre o soy un simple juguete de la gracia? Tomando al pie de la letra el lenguaje imaginario de Pablo, se elaborará una doctrina sobre el pecado original en la que todos expiamos, y por la eternidad, el pecado del primer antepasado.
Muchas generaciones de protestantes y católicos se verán marcados por estas controversias. Por más que se hable de salvación sólo mediante la fe, o por la fe y las obras, o por la fe, las obras y los sacramentos, el amor del Padre que salva y de Cristo Salvador pasará a un segundo plano, obsesionados por la salvación: ¿cómo puedo escapar de este rígido círculo en que Dios me encierra? El Dios justo, de sentencias inexorables, que condena con tanta facilidad al infierno, traumatizará a Occidente y desencadenará la rebelión del ateísmo militante.
Cuando se ha meditado mucho tiempo a Pablo, y sobre todo la carta a los Romanos, se aprecia que para él el Padre de Jesús es realmente padre, y que es amado apasionadamente. Se descubren mil detalles que revelan su experiencia de la comunión continua y de la vida “en” el Dios Trino, una experiencia muy semejante a la de san Juan.