De la independencia a la colonización
La llegada del romano Pompeyo a Siria marcó el fin del reino seléucida y, para Hircano II en Jerusalén la pérdida de su poder real y sacerdotal. Durante las luchas que siguieron, Herodes, hijo de Antipatros, supo granjearse el favor del senado romano que lo nombró rey de Judá.
Herodes gobernaba, pero Roma vigilaba. Al morir Herodes, Roma sólo le dejó a Herodes Antipas el título de tetrarca de Galilea, mientras que Judea recuperó su condición de provincia romana.
Reino aliado
Herodes tenía una total independencia en la gestión de su territorio, siempre que sus decisiones no contravinieran la política imperial: respetó las sensibilidades judías (en sus monedas no figuraba ningún ser animado), construyó varias ciudades entre ellas Tiberíades que dedicó al emperador y a su familia. Tenía poder para percibir impuestos y tener un ejército, siempre que usara este poder bajo el control de Roma.
La Judea, provincia romana
Preocupado de no ofender a las instituciones judías, el prefecto de Judea dejaba a los tribunales de provincia y al Sanedrín su poder judicial y él se reservaba el derecho de decidir la pena capital. Dada la importancia del Sanedrín, que hacía las veces de representante de los judíos ante el poder romano, el prefecto se reservaba también la elección del Sumo Sacerdote.
Herodes había oprimido al pueblo de Palestina con el fin de realizar sus desmesurados proyectos: agrandamiento del Templo, construcción de Cesarea junto al mar y de su puerto, Sebaste, restauración de las fortalezas asmoneas, el palacio Herodión, etc. Necesitó además una importante fortuna para satisfacer su vida derrochadora y sus regalos a los grandes del momento. Después de su muerte, Roma exigió el pago de esos impuestos y tasas, que se agregaban a las rentas exigidas por el Templo. Esos impuestos eran recolectados, de común acuerdo con el gobernador romano, por el Sanedrín, al que secundaba un ejército de publicanos.
Hasta su desaparición, ese Templo fue el lugar a donde “subían las tribus de Israel”. Ese era el lugar que Dios había elegido para que habitara su Nombre (1Re 8,29).
Desde el reinado de Salomón y hasta el año 70 de nuestra era, o sea por casi 1000 años, el Templo estuvo en la “montaña santa” en pleno corazón de Jerusalén. Su presencia sólo se vio interrumpida por la destrucción de la Ciudad Santa el 586 y durante los cincuenta años de cautiverio en Babilonia.
Por medio del ordenamiento concéntrico de los diferentes atrios, agrupados alrededor del Santo de los Santos, la arquitectura del Templo de Jerusalén expresaba en el espacio la visión que la revelación del Antiguo Testamento proponía de la marcha de la historia. En el centro de la tierra, que pertenece a Dios, hay una tierra que Dios dio en herencia a su pueblo (1Re 8,36). Y en el centro de esa Tierra prometida está Jerusalén, la ciudad que Yavé se escogió para que allí habitara su Nombre (Sal 87,2). Por último, en el corazón de esa ciudad, se halla la Morada de Dios, en la Santa Montaña.
El agrandamiento de la explanada del templo, establecida a la vuelta del cautiverio de Babilonia, fue obra de Herodes. Como, por el sur, se encontró con un terreno con un fuerte declive, hizo descansar la explanada que avanzaba en desplome sobre bóvedas que, una vez amuralladas, pasaron a constituir salas cuyo uso varió con el tiempo. Hacia el norte, en cambio, el terreno ascendía para formar la colina de Bethesda. Allí, en vez de hacer un terraplén, fue necesario tallar la colina. Herodes utilizó la colina así remodelada para poner allí la fortaleza Antonia; al dominar el Templo, aseguraba su vigilancia.
Al oeste, un viaducto, al sudoeste una escalera sostenida por un macizo cúbico proporcionaba un acceso directo al Templo.
La explanada del Templo formaba un rectángulo de aproximadamente unos 500 mts por un poco menos de 300 mts. La parte exterior estaba abierta a todos, pero una inscripción en griego amenazaba de muerte a cualquier “no judío” que se atreviera a franquear el muro que separaba el patio de los gentiles de la zona reservada a Israel. La entrada principal de ese segundo patio estaba al este, era la Puerta Hermosa, que daba acceso al patio de las mujeres.
Cuatro pequeñas edificaciones ocupaban las esquinas del patio de las mujeres: dos sacristías, para las reservas de leña y de aceite, y dos edificaciones rituales, una para la autenticación de los votos y otra para la purificación de los leprosos (Mt 8,4 y He 21,17-24).
Después de atravesar el patio de las mujeres, los hombres pasaban una segunda puerta, llamada puerta de Nicanor; estaba precedida por una escalinata semicircular de quince escalones. Se entraba entonces en el patio de Israel. Allí se encontraban el altar de los holocaustos y su rampa de acceso, los arcos para degollar a los animales y los ganchos para descuartizarlos; se admiraba la Santa Morada con su vestíbulo, el Santo y, detrás de una cortina de separación se imaginaba al Santo de los Santos. En esta última pieza, vacía, entraba el Sumo sacerdote una vez al año para la fiesta del gran perdón. Al costado sur del patio de Israel se ubicaba la sala del Sanedrín, y al costado norte, diversas salas destinadas al servicio del Templo.
Hasta su desaparición, este Templo fue el lugar a donde “subían las tribus de Israel” y donde oficiaban sacerdotes y levitas según un ritual del cual el Levítico nos entrega una descripción detallada (Lev 1,7).
El Primer Libro de las Crónicas relaciona a los sacerdotes y levitas con los hijos de Leví. Los primeros descienden de los dos hijos de Aarón: Eleazar e Itamar; los segundos, de otras ramas de la tribu. En tiempos de Esdras, los sacerdotes estaban repartidos en 24 clases de a 300, las que aseguraban por turnos el servicio del templo durante una semana. Durante las tres grandes octavas del año, Pascua, Pentecostés y Tiendas, la abundancia de los sacrificios demandaba la presencia de 7.200 sacerdotes. Los Levitas, encargados de empleos subalternos, más numerosos aún, se repartían en 24 clases.
Con respecto a esta división entre sacerdotes y levitas, véase en la Historia de Israel la sección: El reino de Judá, la reforma de Josías. Impedidos de acceder al altar, numerosos levitas encontraban un empleo más grato en los servicios anexos: administración del Templo, tribunales encargados de las cuestiones religiosas. Otros recorrían los campos para enseñar al pueblo, mientras que algunos de ellos, en Jerusalén, aseguraban el comentario de la Ley.
Este numeroso clero estaba bajo la autoridad del Sumo Sacerdote. Cuando Roma impuso su autoridad, el gobernador romano otorgaba la investidura a los sumos sacerdotes de su elección.
Antes de las primeras luces de la aurora los sacerdotes eran despertados por uno de los vigilantes nocturnos. La suerte designaba entre los voluntarios a aquellos a los que les correspondería la ofrenda del sacrificio de la mañana. Después de haber limpiado y preparado el altar, la suerte determinaba también la repartición de las diferentes tareas, y cuando apuntaba el día, se daba la orden de ofrecer el sacrificio, mientras se abría la puerta del Santuario. Los sacerdotes encargados de esas funciones inmolaban el cordero, esparcían su sangre alrededor del altar y depositaban los trozos de la víctima, las tortillas de harina y el vino de las libaciones en la rampa del altar. Otros sacerdotes tomaban esas ofrendas y las ponían sobre el altar, de donde se habían sacado carbones encendidos que servirían para el sacrificio del incienso celebrado sobre el altar interior. Este sacrificio cotidiano terminaba con la bendición del pueblo dada por todos los sacerdotes presentes que pronunciaban al unísono, con los brazos extendidos, los últimos versículos del capítulo 6 del Libro de los Números (Véase Si 50,12-20 ). Esa bendición se daba sólo en la mañana. A lo largo del día se sucedían los sacrificios solicitados por los fieles por un motivo u otro: ofrendas voluntarias, sacrificio de comunión o por el pecado, presentación de un hijo, purificación de una mujer que había dado a luz, reconocimiento de la curación de un leproso, cumplimiento de un voto, etc.
Hacia la hora de nona (las tres de la tarde), se celebraba el segundo sacrificio cotidiano, de acuerdo a un rito semejante al de la mañana.
El día sábado, el sacrificio habitual era seguido por la ofrenda de dos corderos, mientras se cantaba el capítulo 32 del Deuteronomio ejecutado por los levitas cantores.
Durante la semana anterior a la fiesta del Yom Kippur, el Sumo Sacerdote iba a residir en los anexos del Templo. Después de una noche de vigilia en la que pedía que le leyeran numerosos textos de la Biblia, en cuanto aclaraba el alba, celebraba el primer sacrificio cotidiano; luego se revestía con la santa túnica de lino, se ponía calzoncillos de lino, se ceñía con un cinturón de lino y se ponía en la cabeza un turbante de lino. Después de haber lavado todo su cuerpo con agua, se revestía de los sagrados ornamentos (Lev 16 ). Luego celebraba la liturgia expuesta en detalle en este capítulo. El chivato “para Azazel que debía ser enviado al desierto era precipitado de lo alto de un acantilado rocoso, en el valle del Cedrón.
El primer día de la fiesta de las Tiendas, los sacerdotes bajaban a la piscina de Siloé para sacar agua en una cubeta de oro, subían al Templo, entraban a él por un paso secreto y derramaban el agua como libación sobre el altar. Y este ritual se repetía cada día de la semana. Los peregrinos daban entonces rienda suelta a su alegría, agitando sus lulab (palma a la que le añadían ramas de sauce y de mirto y un cedrat , especie de limón verde) y cantando el Gran Hallel (salmos 113 a 118 ). Cuatro candelabros de oro, encendidos en el patio de las mujeres, iluminaban toda la ciudad; esta era a la vez la fiesta del agua y la de la luz, a la que el salmo 118 daba una connotación mesiánica.
El ritual de Pascua en el Templo tenía la particularidad de que los mismos fieles inmolaban su cordero, pero como sólo los sacerdotes podían derramar la sangre del sacrificio en el altar, esta inmolación de los corderos exigía la presencia de todo el clero.
Cuando la víspera de la Pascua caía un viernes, el sacrificio cotidiano se adelantaba una hora debido a la abundancia de corderos que había que inmolar y para permitirles a la gente que los asaran antes de la noche en que comenzaba el descanso sagrado del sábado. Así fue como Jesús, el Cordero de Dios, fue inmolado en el madero de la Cruz a la misma hora en que comenzaba la gran inmolación de los corderos.
La fuerza simbólica de los templos en las sociedades religiosas del Cercano Oriente antiguo le permitió al clero, muchas veces, constituirse en un estado dentro del Estado. No es por tanto sorprendente que el templo de Jerusalén y su clero se hayan visto involucrados tan de cerca en los acontecimientos de la Primera Revuelta judía entre los años 66 -70 de nuestra era.
La construcción del Templo que en tiempos de Jesús había necesitado de 46 años de trabajo (Jn 2,20), movilizó a 18.000 obreros según el historiador Flavio Josefo. Solamente los sacerdotes estaban autorizados para entrar en determinadas partes del Templo (patio de los sacerdotes y Santuario); por eso fueron sacerdotes quienes, después de haberse entrenado en el arte de la carpintería y de la albañilería, ejecutaron los trabajos en ese sector. Esta construcción, pues, fue una de las más importantes de la época y dio trabajo durante decenios a cerca de 20.000 trabajadores.
A la administración de esa empresa se añadía la de los fondos que llegaban al Templo mediante el impuesto pagado tanto por los judíos de Palestina como por los de la Diáspora (Mt 17,24). A éste se agregaban los dones espontáneos de los fieles especialmente durante las fiestas de peregrinación. Por último, el Templo cumplía además con la función de Caja de Ahorro y en base a ese título mantenía un tesoro paralelo considerable (2Mac 3,6 ).
La construcción y las finanzas estaban bajo la alta responsabilidad del sumo sacerdote y de su ayudante el Comandante del Templo. Roma debía pues contar con el Templo y su clero, pero estos últimos debían a su vez contar aquellos cuya codicia, alimentada por una extrema pobreza, podía despertarse en cualquier momento a instancias de algún cabecilla.
Si se exceptúa a Jerusalén, que, desde los Seléucidas y de un modo particular bajo el impulso de Herodes el Grande se reconstruyó bajo el modelo de las metrópolis grecorromanas, el país conservaba su fisionomía tradicional.
En la aldea la habitación es de las más modestas. La casa incluye generalmente dos piezas, la sala común y la bodega. La naturaleza por lo general accidentada del terreno permitía excavar la bodega en la marga o roca de la colina en la que se escalonaba la aldea; de ese modo fuese cual fuere el período del año, se conservaban los víveres y el vino en un lugar fresco. Delante de esa gruta artificial se edificaba la pieza de habitación; sus muros eran de ladrillos de tierra cocidos al sol, el techo estaba hecho de ramas y de palmas entrecruzadas sobre las cuales se extendía un barro arcilloso. La fragilidad de esa techumbre obligaba a una manutención constante. Se vivía y se tomaba el alimento en la pieza común, de algunos metros cuadrados, cuando caía la claridad del día o en los días fríos de invierno.
Los muebles eran un producto de lujo y no se veían en las casas de la aldea; el alimento, el aceite, el agua, el vino, la ropa, los géneros u objetos diversos que usaba la familia se guardaban en numerosas ánforas, cántaros y jarras de diverso tamaño. Todas esas vasijas se ponían en una parte un poco más elevada de la pieza única par a protegerlas de los riesgos que entrañaban las idas y venidas de unos y otros.
Allí donde la tierra era cultivable, una población agrícola, compuesta comúnmente por pequeños propietarios, repartía su trabajo entre los campos, los huertos y los rebaños. Al lado del burro, que era el principal entre las bestias de carga, se criaban aves, cabras y corderos, y con menor frecuencia bovinos. En las aldeas situadas a orillas del mar y en las que se ubicaban alrededor del lago de Tiberíades, eran numerosos los que vivían de la pesca.
Las aldeas de cierta importancia, tenían a uno o varios artesanos tales como albañiles, carpinteros o talabarteros. El resto de las necesidades eran cubiertas por la familia que aprovechaba el tiempo libre que le dejaba el trabajo del campo o el cuidado del rebaño. Si bien las sandalias y el cinturón de cuero se compraban, la ropa de todos los días, en cambio, se confeccionaba en casa. Para los hombres una túnica a media pierna compuesta de dos piezas de tejido rectangulares, cosidas por los costados y que dejaban aberturas para la cabeza y los brazos.; iba apretada a la cintura por un cinturón. Otra pieza tejida triangular anudada alrededor de los riñones hacía las funciones de ropa interior. Las mujeres llevaban una túnica larga que las dispensaba de ropa interior. Cuando llegaba el invierno hombres y mujeres no salían sin envolverse en una capa de lana.
Esta población consumía la mayor parte de su producción, y el resto lo vendían en los mercados de algunas ciudades que merecían ese nombre. Aceitunas, lechugas, cebollas, higos, almendras y uvas conformaban junto con los cereales (cebada, avena y centeno) la base de la alimentación, a lo que se agregaba pescado y carne en determinadas ocasiones.
En el campo un artesano podía tener algunos obreros que le trabajaran, y lo mismo ocurría con los pescadores a orillas del Lago, como fue el caso de Zebedeo, pero el número de asalariados fue siempre reducido.
Algunos grandes terratenientes eran la excepción. Un administrador mandaba en esos casos a un determinado número de esclavos y para los trabajos estacionarios acudía a jornaleros que contrataba en las plazas de la aldea. En la ciudad, las canteras de construcción podían movilizar a un número considerable de personas porque, junto con los “maestros” albañiles, carpinteros, talladores y escultores, una multitud de trabajadores, habitualmente esclavos, cargaban y descargaban los carros, llevaban las piedras al pie de la obra o las izaban a los andamios.
La Ley aseguraba a los esclavos, si eran judíos, un status muy favorable comparado con la suerte que les reservaba el mundo romano. Ella preveía numerosas medidas de protección en contra de los abusos de sus dueños, y una vez más es importante mencionar cómo influyó en eso el modelo divino: las prescripciones que se referían a los esclavos surgieron de una referencia a la manera como Dios liberó a su pueblo de la esclavitud de Egipto (Lev 25,35-43 ; Dt 15,13-15 ). Véase la nota sobre los esclavos en Éx 21 .
Ante el trabajo manual, no había diferencias entre el hombre libre y el esclavo a los ojos de los Doctores de la Ley, y los rabinos no se sentían deshonrados de trabajar con sus propias manos. Pero, en cambio, para muchos de ellos, les estaban vetados determinados oficios porque, como lo sostenían varios textos de la Mishna, eran oficios de ladrones.
Conscientes de las dificultades que habían tenido sus predecesores para gobernar imperios que iban a veces desde Egipto a Mesopotamia y a Asia anterior, los persas llevaron a cabo la construcción de caminos. Las vías de paso habían existido desde siempre, pero sólo se trataba de caminos de tierra amontonada y apisonada que, con las primeras lluvias, se hacían intransitables. A los persas se debe pues la primera red de carreteras del Cercano Oriente digna de ese nombre, es decir con basamentos bien establecidos sobre los cuales descansaban las losas de piedra del camino. Transitables en todo tiempo, permitían unir rápidamente las grandes metrópolis del imperio.
Este trabajo emprendido en primer lugar con un propósito estratégico, debía sin embargo favorecer también el desarrollo del comercio y la difusión de las ideas. Iniciado en el siglo VI a.C., tuvo una considerable expansión con la llegada de los Romanos: los caminos se multiplicaron, uniendo entonces a las numerosas ciudades que habían surgido con la difusión del helenismo en el Cercano Oriente. Desde que las legiones romanas se encargaron de su mantenimiento, ganaron en calidad y en seguridad.
Uno se sorprende al constatar la frecuencia de los desplazamientos de todo tipo en los días de esplendor de Roma. Por tierra y por mar, viajeros, negociantes y militares surcaban las riberas del Mediterráneo, desde España a Egipto.
Palestina no quedó al margen de esos movimientos de población y el solo motivo de las peregrinaciones hacía que numerosos judíos se pusieran en camino durante todo el año. Para la población del campo, la subida a Jerusalén con ocasión de las grandes fiestas añadía a la caminata religiosa el gusto de una evasión de la monotonía cotidiana. Para la Pascua, Pentecostés o para los días de las Tiendas, se podían ver caravanas más o menos importantes que, saliendo de las aldeas por caminos de tierra, alcanzaban los caminos romanos que los conducirían a la Ciudad Santa.
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