Si debemos creer 1 Macabeos (1Mac 1), mientras vivió Simón la Judea tuvo paz: Los habitantes cultivaban en paz sus campos… todos conversaban sobre el bienestar… Israel experimentó tiempos felices (1Mac 14,4).
Tal elogio del gobierno de Simón quisiera hacernos olvidar que muchos judíos veían con malos ojos que el poder militar, político y religioso estuviera todo reunido en las manos de un soberano extraño a la dinastía de David como a la de Sadoc.
En efecto Simón, como su hermano Jonatán, era sacerdote, pero no era del linaje de Sadoc, el único habilitado por una tradición ancestral a dar un sumo sacerdote a Israel: por eso pasaba a los ojos de los elementos más religiosos de la comunidad, los Hassidim, por un sumo sacerdote ilegítimo. A eso se agregaba su condición de comandante en jefe que lo hacía contraer numerosas impurezas rituales incompatibles con la dignidad sacerdotal. Las ambiciones políticas y el declive moral de la dinastía real bajo los siguientes reinados hicieron el resto: esos Hassidim se distanciaron desde entonces cada vez más del poder político y formaron el movimiento fariseo (los separados).
Por las mismas razones, un cierto número de laicos y sacerdotes se alejaron del templo de Jerusalén y se instalaron a orillas del Mar Muerto para llevar allí una vida de fidelidad total a la Ley de la Alianza, dando así origen a la Comunidad de la Alianza, más conocida con el nombre de Comunidad de Qumrán.
Aquí se ven fragmentos de las murallas de Samaria. La de la izquierda fue destruida por Juan Hircano
Habiendo sido asesinado Simón por su yerno, y con él dos de sus hijos, el tercero, Juan, logró escapar a los asesinos (1Mac 16,21) y el sistema dinástico funcionó: Juan subió al trono bajo el nombre de Juan Hircano I.
En 138, un nuevo soberano, Antíoco VII Evergetes, subió al trono de Siria. A pesar de los tratados y garantías firmados por sus predecesores, invadió Judea y puso sitio a Jerusalén donde se había refugiado Hircano. Como Antíoco no estaba en condiciones de apoderarse de la ciudad, se llegó a un acuerdo. Poco después, Antíoco moría en una expedición contra los partos (128) y Juan Hircano pudo continuar con la política de conquistas.
El hijo de Simón se volvió primero a la Transjordania en donde se apoderó de varias ciudades; atravesando de nuevo el Jordán, aniquiló a Siquem; el templo de Garizim fue arrasado y el país puesto a la fuerza en el camino de la observancia de la Ley. La oposición sin embargo continuó, por lo que Samaria, la capital de la región, fue devastada en 107. Durante ese tiempo, al sur de Palestina, la Idumea, fue también conquistado y sus habitantes obligados a circuncidarse. Juan Hircano se apoderó también de Jamnia, Azotos, y sus alrededores, ensanchando así su ventana al Mediterráneo. La ayuda de Roma le permitió mantener conquistas e independencia.
Juan Hircano, que tenía simpatías marcadas por el helenismo, encontró sus mejores aliados en los Saduceos.
Los Saduceos, que deben probablemente su nombre a Sadoc, el sumo sacerdote que consagró a Salomón, habían manifestado su inclinación por el helenismo antes de la rebelión macabea. Paradójicamente se mostraban conservadores en materia religiosa, para ellos lo único que valía era la Ley; rechazaban pues la tradición oral al contrario de los fariseos que le atribuían una importancia igual a la de la Torá. Por eso, los saduceos no creían en la resurrección de los muertos, que les parecía una novedad, mientras que los fariseos adherían a ella en nombre de la tradición oral. Este tradicionalismo de los saduceos no les impedía demostrar una real apertura en los demás campos: se mostraban realistas tanto en los asuntos políticos como en el plano cultural.
Puesto que el cargo de sumo sacerdote había sido asumido por el soberano, la aristocracia sacerdotal se veía obligada a entrar en componendas con el poder político que se apoyaba cada vez más para la administración del país en notables abiertos al helenismo.
Las grutas del acantilado de Arbel sirvieron de refugio a los combatientes de esa guerra de Galilea. A la muerte de su padre, Aristóbulo, el mayor de sus hijos, tomó oficialmente el título de rey; hizo encarcelar a su madre, ordenando que la dejaran morir de hambre. Tres de sus hermanos fueron también encarcelados. El menor, Antígono, no tardó en ser asesinado. Aunque su reinado duró sólo dos años, Aristóbulo tuvo tiempo para conquistar Galilea. A su muerte, el año 103, la viuda, Salomé Alejandra, libera a los tres hermanos prisioneros e instala al mayor, con quien se casa, en el trono. Desde el comienzo el nuevo rey hace alarde de sus simpatías por la cultura griega helenizando su nombre; en adelante será Alejandro Janneo.
Alejandro continuó con la política expansionista de sus antecesores. Se apoderó del Carmelo y de la llanura de Sarón, y en el sur, de Gaza y los territorios que se extienden hasta Egipto (96). El mismo año, se apoderó de Gadara y Amathonte, en Transjordania. Como luego sufriera una derrota ante al rey de los Nabateos, un complot se armó contra él; en estas circunstancias, un levantamiento nacional salvó a la dinastía y los descontentos fueron exterminados. En 83, Alejandro termina la conquista de la Transjordania con la toma de Gerasa, Pella y Dión. En todas las ciudades reconquistadas, Alejandro impuso por la fuerza el judaísmo.
Alejandro Janneo impuso su autoridad por el terror y redujo al silencio cualquier oposición mediante represalias de una tal crueldad que los éxitos militares con los que devolvió a Israel sus fronteras del tiempo de Salomón, no las hicieron olvidar por sus contemporáneos. Así fue como mandó masacrar a 6.000 fariseos para vengar la afrenta de que fue objeto en una celebración de la fiesta de las Tiendas mientras oficiaba como sumo sacerdote en el Templo. Poco después mandó crucificar a 800 de sus opositores, haciendo degollar a la vista de los ajusticiados a sus mujeres e hijos, mientras se banqueteaba junto con sus concubinas y cortesanos al pie de las cruces.
Al morir Alejandro Janneo, su viuda, Salomé Alejandra, ejerció el poder según él mismo lo había decidido. Pero como ella no podía ser “el” sumo sacerdote, confió ese cargo al mayor de sus hijos, Juan Hircano II. Durante los nueve años que reinó su reinado, Alejandra condujo con habilidad los asuntos del reino.
Con el apoyo de la reina los fariseos habían entrado en el gran Consejo del Sanedrín, que hasta entonces estaba sólo abierto a los Ancianos y a la aristocracia sacerdotal (los saduceos). Su acceso al poder se realizó a costa de los saduceos. Un grupo de descontentos encontró un líder en la persona de Aristóbulo II, el hermano del sumo sacerdote. Se puso al frente de la oposición al gobierno de su madre, impugnando la creciente influencia de los fariseos en los asuntos del país. Salomé Alejandra supo todavía evitar lo peor, pero cuando murió en 67 las diferencias llevaron a la guerra civil.
Como Juan Hircano era el mayor, le correspondía por derecho el trono, pero Aristóbulo, su hermano, tenía mucha más personalidad. El mismo día en que su madre caía víctima de la enfermedad que la llevaría a la muerte, se había apoderado de veintidós plazas fuertes del reino, asegurándose así el dominio de las operaciones. Se impuso pues poco a poco en esta guerra civil. Obligado a capitular, Juan Hircano tuvo que traspasar la corona a su hermano y contentarse con el cargo de sumo sacerdote.
Pero fue entonces cuando cierto Antipater, padre del futuro rey Herodes Magno, se puso de parte de Juan Hircano; como conocía el poco ingenio de ese príncipe, vio allí la oportunidad de satisfacer sus propias ambiciones. Conocía bien la Nabatea; convino pues con el rey Aretas de Nabatea que entregaría a éste las ciudades que le habían sido arrebatadas por Alejandro Janneo a cambio de la ayuda armada que aportaría a Juan Hircano. Aristóbulo debió replegarse a Jerusalén donde se encerró, asediado por las tropas de Aretas y de Hircano.
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