1 La reina Ester se refugió junto al Señor, presa de una angustia mortal. 2 Se había quitado sus vestidos de reina y se había puesto vestidos pobres y de luto. En vez de ricos perfumes se había cubierto la cabeza de cenizas y de basura. 3 Humillaba severamente su cuerpo: en vez de adornarlo con joyas lo cubría con sus cabellos sueltos y así suplicaba al Señor, el Dios de Israel:
4 «¡Oh Señor mío, nuestro rey, tú eres el Unico! Ven en mi socorro, porque estoy sola y no tengo más ayuda que tú, y debo arriesgar mi vida. 5 Desde mi nacimiento aprendí de mis padres que tú elegiste a Israel entre todos los pueblos, y a nuestros padres entre todos sus antepasados. Tú los nombraste tus herederos y tú cumpliste con ellos tus promesas. 6 Pero luego pecamos contra ti y nos entregaste en manos de nuestros enemigos 7 porque habíamos servido a sus dioses. ¡Tú eres justo, Señor!
8 Pero no les bastó con ver nuestra triste esclavitud, sino que apelaron a sus ídolos para arruinar el decreto que había salido de tu boca, 9 para hacer desaparecer a tus herederos, para cerrar la boca de los que te cantan, extinguir la gloria de tu altar y de tu Templo.
10 Mira cómo los paganos se aprestan a cantar la victoria de sus ídolos, a extasiarse sin cesar ante un rey que no es más que un hombre.
11 ¡Señor, no entregues tu realeza a los que son nada! ¡Que nadie pueda reírse de nuestra desgracia! Que sus proyectos se vuelvan en su contra y que lo que hagas con el que los trama en contra de nosotros sirva de escarmiento.
12 Acuérdate Señor, muéstrate en el día de nuestra prueba, y dame a mí valor, Rey de los dioses y Señor de toda autoridad. 13 Cuando esté ante el león, pon en mis labios las palabras que le seduzcan, transforma su corazón para que odie a nuestro enemigo, para que lo haga perecer junto con todos los que se le parecen.
14 En cuanto a nosotros, que tu mano nos salve. Ven a socorrerme, porque estoy sola y no tengo a nadie más que a ti, Señor.
15 Tú lo sabes todo, tú sabes que detesto la gloria de los impíos y que me horroriza la cama de los paganos y de cualquier extraño, 16 pero sabes que estoy obligada a ello. La corona que debo llevar puesta los días de fiesta, como señal de mi grandeza, me disgusta tanto como la toallita sucia con la menstruación de una mujer; por eso, cuando estoy en mi casa no la llevo puesta. 17 Tu esclava no ha comido en la mesa de Amán, ni le gustan los banquetes de los reyes, ni tampoco prueba su vino. 18 Tu esclava no ha conocido otra alegría más que tú, Señor, Dios de Abrahán, desde el día de su coronación hasta ahora.
19 ¡Oh Dios, tú que superas a todos, atiende los ruegos de los desesperados, líbranos de la mano de los malvados, y líbrame de mi miedo!»