1 ¿Para qué meten ruido las naciones y los pueblos meditan vanos planes? 2 Se sublevan los reyes de la tierra, y sus fuerzas unen los soberanos en contra del Señor y de su Ungido. 3 «¡Vamos, dicen, rompamos sus cadenas y su yugo quebremos!»
4 El que se sienta en los cielos se sonríe, el Señor se burla de ellos. 5 Luego les habla con enojo y su furor los amedrenta: 6 «Yo soy quien ha consagrado a mi rey en Sión, mi monte santo.»
7 Voy a comunicar el decreto del Señor: El me ha dicho: «Tú eres hijo mío, yo te he engendrado hoy. 8 Pídeme y serán tu herencia las naciones, tu propiedad, los confines de la tierra. 9 Las regirás con un cetro de hierro y quebrarás como cántaro de arcilla.»
10 Pues bien, reyes, entiendan, recapaciten, jueces de la tierra. 11 Sirvan con temor al Señor, besen, temblando, sus pies; 12 no sea que se enoje y perezcan, pues su cólera estalla en un momento. ¡Felices los que en él se refugian!
Jesús resucitado es el Señor, y a lo largo de la historia él obliga a ceder a todo lo que se opone al plan de Dios.
Los versos 6-9 son como un oráculo de Dios que advierte a todas las naciones que El mismo ha coronado a su rey en Sión, la colina santa de Jerusalén. Y les exige a todos los reyes de la tierra que se sometan. Este rey es el Mesías, el Ungido de Dios (nosotros decimos «el Cristo»). Pero su causa es la de los innumerables pobres que, a través del mundo, aguardan que se les haga justicia.
Los reyes de la tierra, los grandes jefes no son sólo los dirigentes que persiguen, sino todos los que ejercen poder sobre los espíritus, los que manejan la opinión pública de las masas, y al lado de ellos, las mafias, los poderes ocultos. Dios los enfrenta y a su lado está el Elegido victorioso al que llama aquí Hijo.