1 ¡Tributen a Yahvé, hijos de Dios,
tributen a Yahvé gloria y poder!
2 Devuelvan al Señor la gloria de su Nombre,
adoren al Señor en solemne liturgia.
3 ¡Voz del Señor sobre las aguas!
retumba el trueno del Dios de majestad:
es el Señor, por encima del diluvio.
4 Voz del Señor, llena de fuerza,
voz del Señor, voz esplendorosa.
5 Voz del Señor: ¡ha partido los cedros!
El Señor derriba los cedros del Líbano.
6 Hace saltar como un novillo al Líbano,
y al monte Sarón como búfalo joven.
7 Voz del Señor: ¡se ha tallado relámpagos!
8 Voz del Señor que sacude el desierto;
estremece el Señor el desierto de Cadés.
9 Voz del Señor: ¡ha doblegado encinas
y ha arrancado la corteza de los bosques!
En su templo resuena una sola voz: ¡Gloria!
10 El Señor dominaba el diluvio,
el Señor se ha sentado como rey y por siempre.
11 El Señor dará fuerza a su pueblo,
dará a su pueblo bendiciones de paz.
Basta que estalle una tormenta para que olvidemos nuestros grandes órganos, y también nuestras liturgias. El salmo comienza con un llamado a los hijos de Dios, es decir, a los seres celestiales que forman la corte de Dios. El pueblo del Antiguo Testamento no había renunciado a la «asamblea de dioses» de sus vecinos paganos, pero como por encima de todos reinaba Yahvé, el único, éstos ya no eran más que ángeles, poderes cósmicos.