2 Lleno me siento de palabras bellas,
recitaré al rey, yo, mi poema:
mi lengua es como un lápiz de escritor.
3 Tú eres el más hermoso entre los hombres,
en tus labios la gracia se derrama,
así Dios te bendijo para siempre.
4 Cíñete ya la espada, poderoso,
con gloria y con honor
5 anda y cabalga por la causa
de la verdad, la piedad y el derecho.
Haces proezas con armas en la mano:
6 tus flechas son agudas, los pueblos se te rinden;
los enemigos del rey pierden coraje.
7 Tu trono, oh Dios, es firme para siempre.
Cetro de rectitud es el de tu reinado.
8 Amas lo justo y odias lo que es malo;
por eso Dios, tu Dios, te dio a ti solo
una unción con perfumes de alegría
como no se la dio a tus compañeros.
9 Mirra y áloe impregnan tus vestidos,
el son del arpa alegra tu casa de marfil.
10 Hijas de reyes son tus muy amadas,
una reina se sienta a tu derecha,
oro de Ofir en sus vestiduras luce.
11 Ahora tú, hija, atiéndeme y escucha:
olvida a tu pueblo y la casa de tu padre,
12 y tu hermosura al rey conquistará.
El es tu Señor:
13 los grandes de Tiro ante él se postrarán.
Ahí vienen los ricos del país
a rendirte homenaje.
14 La hija del rey, con oro engalanada,
es introducida al interior,
15 vestida de brocados al rey es conducida.
La siguen sus compañeras vírgenes
que te son presentadas.
16 Escoltadas de alegría y júbilo,
van entrando al palacio real.
17 En lugar de tus padres tendrás hijos,
que en todas partes príncipes serán.
18 Gracias a mí yo quiero que tu nombre
viva de una a otra generación
y que los pueblos te aclamen para siempre.
Este salmo fue compuesto quizá con ocasión de las bodas de algún rey de Israel con una princesa extranjera.
Pero, a lo mejor, es una manera figurada de invitar a Israel, pueblo elegido, a que entre plenamente en la alianza de su Dios y esposo, el que se hace presente mediante su Rey-Mesías, ungido por él (v. 9). Israel entra a las bodas divinas seguido por todas las naciones que reciben de él la enseñanza de Dios y su salvación: es lo que expresan en forma figurada los vv. 13-16, igual que en Is 60-62.
Todo esto se puede aplicar a la Iglesia y también a cada uno de nosotros. Nuestro bautismo no significó menos que una entrega total a Cristo; de parte nuestra, la entrega se redujo a palabras y gestos, pero ya éramos de El y la vida entera no es suficiente para que esto se haga realidad.
Atiéndeme y escucha: olvida a tu pueblo y la casa de tu padre. Quien se casa tiene que dejar ciertas costumbres anteriores. Lo mismo vale para nosotros: algún día Dios será todo en todos, pero, para llegar a este término, se exige del hombre que olvide a «su pueblo y su familia», es decir, convierta sus pensamientos y sus costumbres a los de Dios.
En lugar de tus padres tendrás hijos. Esto podría ser comentado por las promesas de Jesús a aquellos que lo dejaron todo para servirlo.