1 Otro día en que vinieron los hijos de Dios a presentarse ante Yavé, se presentó también con ellos Satán.
2 Yavé dijo a Satán: «¿De dónde vienes?» Satán respondió: «De recorrer la tierra y pasearme por ella.» 3 Yavé dijo a Satán: «¿Te has fijado en mi siervo Job? No hay nadie como él en la tierra; es un hombre bueno y honrado que teme a Dios y se aparta del mal. Aún sigue firme en su perfección y en vano me has incitado contra él para arruinarlo.»
4 Respondió Satán: «Piel por piel. Todo lo que el hombre posee lo da por su vida. 5 Pero extiende tu mano y toca sus huesos y su carne; verás si no te maldice en tu propia cara.» 6 Yavé dijo: «Ahí lo tienes en tus manos, pero respeta su vida.»
7 Salió Satán de la presencia de Yavé e hirió a Job con una llaga incurable desde la punta de los pies hasta la coronilla de la cabeza.
8 Job tomó entonces un pedazo de teja para rascarse y fue a sentarse en medio de las cenizas. 9 Entonces su esposa le dijo: «¿Todavía perseveras en tu fe? ¡Maldice a Dios y muérete!» 10 Pero él le dijo: «Hablas como una tonta cualquiera. Si aceptamos de Dios lo bueno, ¿por qué no aceptaremos también lo malo?»
En todo esto no pecó Job con sus palabras.
11 Tres amigos de Job: Elifaz de Temán, Bildad de Suaj y Sofar de Naamat se enteraron de todas las desgracias que le habían ocurrido y vinieron cada uno de su país. Acordaron juntos ir a visitarlo y consolarlo. 12 Lo miraron de lejos y no lo reconocieron. Entonces se pusieron a llorar a gritos; rasgaron sus vestidos y se echaron polvo sobre la cabeza. 13 Luego, permanecieron sentados en tierra junto a él siete días y siete noches. Y ninguno le dijo una palabra, porque veían que su dolor era muy grande.
La esposa de Job repite palabras insensatas que, con acusar a Dios por el mal existente, nunca solucionan nuestros problemas.
Como lo notamos en la introducción, empieza aquí el diálogo sobre el sufrimiento, apartándose de la figura popular de Job, que, en el capítulo 2, aceptaba sin discusión la voluntad de Dios.
Maldito el día en que nací (3). Estos primeros versos repiten las palabras que se le escaparon al profeta Jeremías (ver 20,14) en un momento de desesperación. Los amigos de Dios hablaron a veces en ese tono; otros, menos firmes, pensaron en suicidarse.
¿Para qué dar la vida si el hombre ya no encuentra su camino? (23). Por qué nacen niños lisiados y ciegos, o destinados a una muerte atroz? Pero sería un error pensar solamente en aquéllos o incluso fijarse en esas centenas de millones de hombres que hoy viven marginados y como sin esperanzas. Porque es en los mismos países en los que nada falta donde menos esperanza hay; es allí donde las parejas jóvenes hacen una puesta de muerte al no querer tener familia.
Los hombres de siglos pasados eran llevados por la energía incontenible de la vida. Nuestros padres trabajaban y procreaban sin preguntar el porqué. Pero cuando un pueblo llega a la madurez de la reflexión crítica, necesita una respuesta a esta pregunta: ¿por qué vivir, si la vida al final no llega a ninguna parte?