2 Señor, escucha mis palabras, y a mi queja pon atención.
3 Presta oído a mi clamor, ¡oh mi rey y mi Dios!
Pues a ti te imploro, Señor.
4 Desde la mañana oyes mi voz.
Desde la mañana te hago promesas y me quedo a la espera.
5 Tú no eres un Dios al que le gusta la maldad, ni el malvado tiene en ti acogida.
6 Los insensatos no aguantan tu mirada, detestas a los que obran la maldad.
7 A los que hablan mentiras los destruyes: Odia el Señor a violentos y embusteros.
8 Pero yo por tu inmensa bondad puedo entrar en tu casa; frente a tu santo templo me prosterno con toda reverencia.
9 Señor, tú que eres justo, guíame: Frente a los que me espían abre ante mí un camino llano.
10 Pues nada de sincero hay en su boca y sólo crímenes hay en su interior.
Para halagar tienen buena lengua, mas su garganta se abre para tragar.
11 Castígalos, oh Dios, como culpables, haz que fracasen sus intrigas; échalos por sus crímenes sin cuento, ya que contra ti se han rebelado.
12 Que se alegren cuantos a ti se acogen, que estén de fiesta los que tú proteges, y te celebren los que aman tu nombre.
13 Pues tú, Señor, bendices al justo y como un escudo lo cubre tu favor.
Desde la mañana oyes mi voz. La mañana es siempre un momento favorable para la oración. Los deseos profundos de nuestra alma se ofrecen a Dios muy naturalmente antes que las exigencias de la vida cotidiana se nos pongan por delante.
Dios es el Señor de la tierra y del cielo, pero muy a menudo lo encontramos más fácilmente en los lugares de oración. ¿Estarán abiertas nuestras iglesias? Y si no lo están, ¿tenemos un rincón de la casa reservado para orar?
¡Castígalos, oh Dios! Este lenguaje nos parece bien poco evangélico; Jesús nos enseña a no confundir el pecado con el pecador. Sin embargo, esos gritos son un clamor al Dios de la justicia. La oración de los oprimidos, de los perseguidos, de los marginados, no puede ser de otra manera. Los salmos que «maldicen» deben despertar en nosotros y en la Iglesia el hambre de justicia.